El 12 de junio de 1926 parecía que la mitad de Barcelona estaba guardando luto. Un cortejo fúnebre, de aproximadamente un kilómetro, se dirigía con lentitud desde el hospital de la Santa Cruz, en la ciudad antigua, hacia la Sagrada Familia. Millares de personas se detenían en las calles para rendirle el último honor: Antoni Gaudí i Cornet, "el arquitecto más genial", tal y como le llamaría el pintor uruguayo Joaquim torres García, "el más catalán entre los catalanes". Casi todos los altos digantarios de la región tomaron parte en el cortejo fúnebre.
Gaudí se había convertido desde hacía tiempo en uno de los héroes populares. El gobierno ordenó que su cadáver fuera depositado en la cripta de la iglesia inconclusa, el Papa dió su conformidad. Gaudí encontró el último reposo en el lugar donde había trabajado 43 años de su vida y al que había dedicado sus 12 últimos años en exclusiva. Había creado su propia patria personal donde se le dedicó un glorioso sepulcro. Cinco días antes las cosas habían sido completamente distintas.
Como todas las tardes después del trabajo, estaba dando su paseo habitual a la iglesia de San Felipe Neri para orar; en el camino es atropellado y arrastrado por un tranvía. Gaudí cae al suelo inconsciente, pero nadie reconoce al arquitecto que, si bien era una figura renombrada en la ciudad, nadie conocía en presona. Los taxistas, al ver a ese hombre de vestimenta pobre, se negaron a llevarle a un hospital (lo que más tarde les ocasionaría una fuete sanción; algunos transeúntes caritativos se ocuparon de él). Un caprichoso final para uno de los arquitectos más famosos de España, si bien la vida de Gaudí habría de caracterizarse por esa extraña mezcla de contradicciones.
Antoni Gaudí, pg. 6, Rainer Zerbst, Ed. Taschen
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